RODRIGO RATO: EL ÍDOLO DE BARRO



            Lo tuvo todo; fue uno de los “grandes” de Aznar y del Partido Popular; todos le auguraban un espléndido porvenir; gozaba de una aureola rayana en lo mágico; vicepresidente del Gobierno; director del Fondo Monetario Internacional; presidente de Bankia. Su nombre, su voz radiofónica, sus juicios claros y contundentes: todo permitía augurar que estábamos ante una firme promesa de presidente de Gobierno. Hasta que el dedo de Aznar lo dejó a un lado y fue a posarse en el dócil Mariano Rajoy, un hombre de confianza, un factótum como Fígaro. Le pudo el despecho: “fue –dijo, en la intimidad, claro está– por haberme mostrado contrario a la guerra de Iraq”. Como premio, nada más y nada menos que al FMI, con el permiso de Bush. El exilio dorado. A todos extrañó la espantada posterior. Estaba cansado; añoraba su tierra; le podía el cargo: se dijo de todo y todos llevaban un poquito de razón. Volvió a España, y aceptó ese caramelo envenenado que era Bankia. Y allí se estampó.
          Allí acabó su carrera y, como un ángel caído, de repente lo vimos empujado por la mano de un policía, posada sobre su nuca introduciéndolo en un coche celular, como vulgar malhechor. Rato, ante quienes todos se doblegaban, ante quienes todos rendían reverencia, de repente se convirtió en un juguete roto y, como por ensalmo, se quedó desnudo ante la sociedad que, como mínimo, lo respetaba. Otra más que salía rana, pero rana con mayúscula. El hombre que exigía al ciudadano pagar religiosamente sus impuestos, ahora resultaba que era él quien se saltaba ese deber a la torera, haciendo bueno el viejo dicho de “haced lo que yo os diga, no lo que yo haga”. Y es que una cosa es predicar y otra dar trigo. A medida que salía podredumbre de la cartera de Rato, el Gobierno de Mariano Rajoy se tambaleaba, había que cogerlo con pinzas y sólo un electorado fiel hasta límites increíbles y un cirujano de hierro podía salvarlo.
         Fueron días aciagos que sólo la magia de una prensa especializada en aquello del “tú más” pudo salvar. Había que sacrificar esa pieza mayor, además de Bárcenas, para que la infección no fuera a más. Y, como es natural, no dudaron en sacrificarlo, con cierto placer por parte de un amplio sector del PP que había sufrido la altanería de don Rodrigo. ¡Qué fácil es hacer leña del árbol caído! Y más aún cuando se trata del “quítate tú para ponerme yo”.
           Visto lo visto, a nadie con dos dedos de frente puede extrañar la actitud del personaje el pasado martes en su esperada comparecencia en la comisión de investigación de la crisis financiera, en el Congreso de los Diputados. Era el minuto de gloria del apestado, el canto del cisne del que sabe que con él no habrá piedad. Por eso él tampoco la tuvo: arremetió contra todo y contra todos, no dejó títere en caña y, haciendo alarde de una altanería muy suya y de una soberbia muy de su clase, fue dejando caer acusaciones, la mayoría sin pruebas, contra Luis de Guindos, contra Rafael Catalá, contra Fátima Báñez, sobre los inspectores del Banco de España, sobre José Luis Rodíguez Zapatero, etc. Todos malos; él bueno. Como siempre la teoría de la conspiración y la negación por principio: “No tengo cuentas en paraísos fiscales, ni he dejado de pagar a Hacienda nunca. Es verdad (algo es algo) que tengo una inspección abierta”. Menos mal que por allí estaba Pedro Saura  remitiéndose a un informe de la Agencia Tributaria que suponía, a su juicio, el “retrato de un defraudador y gestor sin principios”. De no ser así, el “saqueador de Bankia” habría parecido el cordero pascual inmolado en aras de PP. Una vez más vemos el gran problema de este país: la falta de dignidad de los que se creen por encima del bien y del mal.
                          Juan Bravo Castillo. Lunes, 15 de enero de 2018

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