LA HIDRA DE LAS SIETE CABEZAS




           
          Se equivocan quienes piensan que el problema de Euskadi quedó resuelto con la tregua definitiva de ETA, hecha por pura conveniencia y por exigencia de los que consideraban que había que cambiar de estrategia y seguir los pasos de los que, como Carod Rovira, habían conseguido más sin pegar un tiro que ellos asesinando a diestro y siniestro. Una táctica que inmediatamente se vio coronada por el éxito, con esa toma masiva de ayuntamientos y diputaciones.
            Se acababa así la época de escasez en que había que recurrir a la extorsión colectiva. La financiación estaba asegurada. Se imponía la prudencia. Pero esa misma prudencia es la que movió a los que realmente mueven el aparato terrorista a mantenerlo en un stand by provisional por si acaso las moscas, que todo podría ser. De ahí su sordera ante las conminaciones, por parte del Estado, de entregar las armas de una vez por todas y alcanzar una paz duradera, que no el olvido.
            Por fortuna, las fuerzas de seguridad, tanto las españolas como las galas, están ahí, y tampoco olvidan las mordeduras de la víbora en sus propias carnes. De tal modo que, cuando parecía que ya nada se iba a mover, nos despertamos con la noticia de otro nuevo descabezamiento de ETA. Un grupo residual, pero de cuidado. Una amenaza latente, presta siempre como Johny a “coger su fusil”, y, mientras tanto, a vegetar en un espléndido caserío de la localidad de Saint-Étienne-de-Baïgorry, en el Departamento francés de los Pirineos Atlánticos.
            David Pla Martín e Iratxe Sorzábal, responsables del aparato político de la banda, y Ramón Sagarzazu Gaztelumendi, Ramontxo, exdirigente de su estructura internacional, andaban preparando, en efecto, el pasado martes 22 de septiembre su comida, una espléndida tortilla de patatas de no sé cuántos huevos, mientras tomaban su aperitivo: unos suculentos tacos de salchichón regados con un vino tinto de la Rioja, supongo, cuando se vieron sorprendidos por un grupo de guardias civiles y gendarmes que llevaban siguiendo su rastro bastante tiempo. Imagino que el salchichón se les atragantó y la tortilla, qué pena, se quedó a medio en espera de una mejor ocasión. Fue cruel, qué duda cabe –podrían haber esperado a que concluyeran su festín, tan español. Incluso a los condenados a muerte se les permite un último deseo y una cena de lujo–, pero ya se sabe aquello de que cuando la presa está en la red…
            La Operación Pardines, en recuerdo de la primera víctima de Instituto Armado que perdió la vida a manos etarras en 1968, fue lo que se dice un éxito. Una vez más –¿y ya van cuántas?–, ETA quedaba descabezada, y por Madrid no se tardó en echar las campanas al vuelo, hasta el punto de que el ministro del Interior, Jorge Fernández Díez, se apresuró a comparar el golpe policial con la firma del “acta de defunción” de la banda y otras lindezas que esperemos que esta vez sí resulten ciertas. Porque la cuestión, la cruda verdad, es que en la cuestión etarra, al igual que ocurriera en mucha mayor escala, ciertamente, con la Alemania nazi al final de la Segunda Guerra Mundial, son muchas decenas los crímenes que han quedado impunes, y no hay peor castigo para la familia de un asesinado que no poderle poner cara al asesino de su ser querido.
            ¿Se disolverá ahora la banda o sacará de nuevo la hidra de su podrido cuerpo una nueva cabeza presta a reverdecer sus criminales laureles? Veremos.

                           Juan Bravo Castillo. Lunes, 28 de septiembre de 2015    

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