SÁNCHEZ CASTEJÓN


            No hacía falta ser muy perspicaz. Nada más saltar a la palestra, aprovechando una de esas coyunturas propias de un tenor de ópera a lo Pavarotti, se vio que este hombre, aún joven, era “el hombre” –this is the man, this is the one–, la figura perfecta, el perfil adecuado, el yerno que toda suegra… en fin, ya se sabe. Su currículum nada extenso, lo imprescindible solamente, ni tan escaso como Eduardo Madina, ni tan extenso como José Antonio Pérez Tapias, más político sin duda éste, más experto, más todo, pero, sobre todo, más viejo –59 años frente a 42– y eso ya lo dice todo.
            El mundo, en consonancia con USA, apuesta decididamente por la juventud; es como si la sombra de Felipe González, aquél de la cazadora y los pantalones de pana, hubiera que recuperarla, por aquello de la ley del péndulo. Pedro Sánchez pertenece a esta generación de tiernos cuarentañeros, surgidos de la tierra quemada, llamados a borrar de un plumazo el pasado y a ocupar los sillones abaciales de la responsabilidad y el cambio hacia el futuro, como Pablo Iglesias, como Susana Díaz, como Soraya Sainz de Santamaría, como Alberto Garzón –futuro cooordinador sin duda de I.U.– como Albert Rivera, por no hablar del recién electo rey de España, Felipe VI, decididamente llamados a dar un nuevo contenido a esta España que de repente se hizo vieja, viejísima, acaso porque no nos dimos cuenta del brusco acelerón de la Historia desde el 2000.
            Sí, es una pena que la experiencia, tan a sangre y fuego cosechada, sea materia desechable y en modo alguno esencial como lo sigue siendo en otras civilizaciones como la Islámica. Aquí, la realidad es que un hombre o una mujer a los 55 años están acabados, y sólo sirven para vivir a costa del presupuesto.
            Mas, dejando a un lado el perfil, imprescindible para quien aspira a emular a Obama, a Kennedy o a Felipe González, soy de los que opinan que Sánchez Castejón tiene anchas las espaldas, ilusión a prueba de bombas, formación –incluida, al parecer, la tan necesaria, por no decir imprescindible, capacidad de expresarse en inglés y francés– y, sobre todo, grandes dosis de ideas y proyectos para sacarnos del pozo sin fondo, sin ese terrible coste que Zapatero y Rajoy le han hecho pagar al pueblo español durante estos últimos cinco años.
            La línea maestra quedó trazada desde su primera programática, la misma noche en que salió elegido: proteger al débil, luchar denodadamente por mantener la unidad de España y aumentar y potenciar nuestra voz en una Europa donde apenas se nos tiene en cuenta, y, sobre todo, unir, aunar fuerzas, no dividir, atrayéndose, cómo no, los apoyos perdidos, en masa, por Zapatero y Rubalcaba. Labor ingente sin duda para lo que hace falta algo más que palabras, discursos brillantes y verborrea, por no hablar de los típicos tópicos a los que tan dado son los que nada tienen que decir o aportar. A eso, yo le añadiría otro capítulo fundamental, muy difícil de  soslayar en el turbio mundo en el que vivimos hoy día, y que no es otro que saberse rodear de gente madura, bien preparada, perfectamente formada y convencida, dejando a un lado a tanto vividor y vividora que hacen de la política un modus vivendi, gentes sin escrúpulos, turiferarios de profesión, ansiosos de ocupar cargos y acumular sinecuras; escollo en el que lamentablemente tropezó Zapatero: recordemos cuando tuvo la osadía, el muy miserable, de decirle a César Antonio Molina, hombre probo donde los hayan, ministro de Cultura a la sazón, que lo cesaba porque necesitaba alguien con más glamour como la Sinde. ¡Qué historial el del leonés, mon Dieu!


                                 Juan Bravo Castillo. Domingo, 20 de julio de 2014   

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