LAMPEDUSA Y EL HORROR
¿Quién la iba a decir a Giuseppe
Tomassi di Lampedusa, el autor de esa maravillosa novela llamada El Gatopardo, que la pequeña isla de
procedencia de su familia iba a acabar
convirtiéndose, en palabras de su actual alcaldesa, Giusi Nicolini, en un
enorme cementerio de tumbas anónimas, en el que se iban a ir acumulando las
ilusiones perdidas de gentes venidas de países africanos presa de la
desesperación?
Hay tragedias inevitables que todos
conocemos y lamentamos, pero también las hay, y muchas, que podrían evitarse
con un mínimo de sensibilidad y decencia. La que ocurrió un poco antes del
amanecer del pasado jueves a media milla de las costas de Lampedusa sobrepasa
el calificativo de tragedia para adentrarse en lo que el propio Papa Francisco
denominaba, sin circunloquios, pocas horas después, “autentica vergüenza” (vergogna), vergüenza para los que nos
jactamos de cristianos, de seres humanos y aun simplemente civilizados. Un
Continente entero se desangra –por no hablar de los millones de desplazados de
las últimas guerras–, en tanto que los grandes responsables de la política
mundial viven pendientes casi exclusivamente de sus finanzas, del movimiento de
sus cuentas, y a diario se lavan las manos como Poncio Pilatos.
La única novedad con respecto a las
tragedias que a diario se vienen produciendo en las costas italianas y
españolas, como muy bien indica Pablo Ordaz, corresponsal de El País en Roma, es “el
número: un número suficientemente alto como para arroparlo con grandes palabras
de luto y alarma, una fila interminable de muertos sin nombre al principio del
telediario”. El número, en efecto, brutal, que va a superar los 350 –en el
momento en que doy rienda a este lamento lleno de indignación, quedan todavía
más de ciento cincuenta cadáveres junto al pecio hundido– de los 500 que iban
hacinados como en la barca de Caronte salida de Misrata en Libia, la mayoría
eritreos y somalíes. Un número, repito, brutal, al que convendría añadir otra
agravante, si es que eso es posible: la cantidad de mujeres y, sobre todo,
niños –tantos que los socorristas jamás podrán olvidar el naufragio–, y aún
otra, por más que se pretenda poner en duda, cual es el hecho de que tres
barcos pesqueros habrían visto la angustia de los inmigrantes y no les habrían
ayudado, por miedo, probablemente, a meterse en líos –no es la primera vez que,
según explica la citada Giusi Nicolini, en Italia se ha procesado a pescadores
y armadores que han salvado vidas humanas por complicidad con la inmigración
clandestina.
El horror, que decía Conrad en El corazón de las tinieblas,
adquiere dimensiones homéricas, y la
tragedia de estos “sin papeles” que tuvieron que optar entre el fuego y el agua
avergüenza a Europa, un Continente que por perder ha perdido hasta la decencia,
olvidándose de su papel rector en el mundo. Un papel al menos moral. Que esos
países acomodados y bien nutridos, pendientes únicamente de sus finanzas, y que jamás dieron la cara ni siquiera contra
el nazismo como Holanda, Dinamarca, Finlandia, Suecia, Noruega, etc., tilden a
los países del Sur de “pigs” (cerdos), sin prestar la imprescindible ayuda e
incluso sin reconocer el papel que sobre todo Italia y España están haciendo
como muro de contención –¿qué otra cosa de momento pueden hacer?– y como
baluarte frente a un Continente destrozado que busca desesperadamente una
salida, es de nota. Estemos seguros que moriremos con las botas puestas mientras
miles de náufragos africanos se pudren, descalzos, en la tierra de Lampedusa.
Lo que digo, el horror.
Domingo, 6 de octubre de 2013
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