EL JUEZ CASTRO

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   ¿Quién es este juez que de repente ha irrumpido en el estrellato de esta España judicializada por culpa de tanto delincuente de cuello blanco? Lo hemos visto una y mil veces entrar y salir de los juzgados de Palma siempre con ese “toque” un tanto coqueto del que se siente vigilado por las cámaras de televisión. Cuando los reporteros, ávidos de saber, le preguntan sobre el caso Undargarín, se nota que tiene que hacer grandes esfuerzos para mantener la boca callada. La presión mediática es excesiva; pero eso no es nada comparado con la presión subterránea procedente directamente de la Zarzuela.

    Desde que se vio que tenía al “yernísimo” entre sus fauces, empezó la durísima campaña de los que optan por matar al mensajero: que si juez del cuarto turno, que si juez ávido de notoriedad, todo con tal de denigrarlo y estigmatizarlo. ¿Hasta dónde le van a dejar llegar con el caso Nóos? Y sin embargo, al verlo no puede uno menos de alabar su determinación. Un hueso duro de roer.

        Y es que, por más que determinados monárquicos y aduladores de la corona intriguen, va a ser muy difícil que el pueblo llano, ese mismo que aguanta carros y carretas, deje de ver en él al hombre honrado que cumple con su deber, sin admitir injerencias ni presiones, y sin entrar en lo que representa ser estigmatizado de por vida y convertido en estatua de sal; algo de lo que sabemos mucho quienes, en aras de nuestra labor profesional, nos tuvimos que enfrentar al todopoderoso de turno que ni siquiera se aviene a rebajarse un poquito sugiriéndonos “comprensión”, ni siquiera mandando a un tercero “conciliador”. La esencia del todopoderoso es ser complacido y, de no ser así, más le vale “atarse los machos” al Castro de turno.

        El juez Castro, sin embargo, tal vez porque ha entrado ya en agujas, por su edad, tal vez porque creyó a pie juntillas al Rey cuando, en la Navidad de 2011, aseguró que todos éramos iguales ante la ley, se ha propuesto llegar a fondo en el caso Nóos, lo que supone una prueba de fuego para la familia real española. Su decisión de imputar a Undargarín y su socio Diego Costa, además de la esposa de éste entraba, mal que bien, en el esquema real. El problema se planteó cuando, Castro, envalentonado, se atrevió a imputar a la infanta Cristina. Ahí saltaron todas las alarmas: aquello era demasiado exigir. Un yerno, bien está, pero una infanta de España… Inmediatamente se pusieron en marcha las altas jerarquías, incluido Roca, uno de los padres de la Constitución, y, por supuesto, el fiscal de la Audiencia de Palma, un hombre con carrera por delante. Bastaron tres semanas para anular la imputación y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que en España los hay que siguen jugando con cartas marcadas.

        Poco importó el escándalo consiguiente. La campaña fue de consideración. Supimos, en efecto, que la infanta Cristina era una dama acostumbrada a no conceder el mínimo valor al dinero, un ente puro, incapaz de apreciar que estaba casada con un aprovechado del copón, capaz de poner en tenguerengue toda la institución monárquica. La de presiones que esta dama habrá tenido que soportar para divorciarse.

       El juez Castro a estas alturas debe tener determinadas certezas, como que, por más que se esfuerce pidiendo las declaraciones de la infanta a la Agencia Tributaria, desde arriba únicamente se le va a conceder, y aun de malas ganas, al yerno, e incluso que, para éste, la estrategia está más que clara: arrepentimiento, devolución de lo robado y pena mínima. Al final, pues, todo quedará en casi nada. Pero sí quedará para la historia el juez Castro, hombre de la vieja escuela, de los que no dudan en luchar contra molinos de viento, aportando un rayo de esperanza en esta España podrida.



                             Juan Bravo Castillo. Domingo, 2 de junio de 2013   

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