LA TÓPICA LIBERAL

El coche alemán más español


            Vivimos arrullados por un amplio abanico de tópicos por entre los que entran y salen a su antojo los privilegiados de turno, que hacen las leyes para, esencialmente, mantener su statu quo. Oímos, por ejemplo, a diario: “La Justicia es igual para todos”. “Todos somos iguales ante la Ley”. Y lo sostiene incluso el Rey. Pero todos sabemos que es rotundamente falso.
            Lo único cierto es el viejo axioma rousseauniano de que el hombre nace libre y puro, y es la sociedad quien lo corrompe, a poco que se descuide. Soy de los que hace tiempo que dejé de creer en los cantos de sirena de la tópica liberal. Ni siquiera logramos acercarnos al tan ansiado desideratum socialista de la “igualdad de oportunidades”. Todos iguales, sí, pero, como decía Orwell, unos más iguales que otros.
            Aquí el maldito embrollo en que nos movemos y que tan escandalizado tiene a los pobres incrédulos, lo generaron los cainitas de siempre, acostumbrados a tener una vara de medir para ellos y otra, bien distinta, para los demás. Gentes orondas que hace años que incluso superaron el viejo precepto del despotismo ilustrado: todo para el pueblo pero sin el pueblo. Lo que entre esa nueva casta se estila es la nueva fórmula de todo para mí, y sin el pueblo; el pueblo, que decía la diputada Fabra, que se joda, que para eso es pueblo.
            Los hay que por status, por pillos, por guapos o por lo que sea, se han venido creyendo fuera de la ley, que eso es algo que no va con ellos. Gentes que, desde su más tierna edad, se acostumbraron a eso que se llama la “vidorra”, por la sencilla razón de que sus padres los educaron en el convencimiento de que las obligaciones eran para los demás, y los derechos, sinecuras y prebendas para ellos. Y así han ido por la vida, creciendo en sabiduría, belleza, gracia y, sobre todo, “jeta”.
            España es un país de “jetas”, por arriba y por abajo. Los que vivimos con entusiasmo la transición pensamos, todo ingenuos, que pronto los viejos vicios del antiguo régimen serían erradicados, y el reino de la decencia, a la europea, acabaría imponiéndose; pero el desengaño ha sido morrocotudo. Al menos durante el régimen franquista, nuestros padres nos educaron en el imperio de la decencia, el sacrificio y el esfuerzo. Un apretón de manos, bien valía un compromiso.
            Lo que vemos ahora va mucho más allá del escándalo. En el subsuelo no tenemos petróleo, pero basta levantar levemente una alfombra para que la basura aflore con viveza, por más que a menudo aparezca rociada de perfume caro.
            El caso Nóos, por encima de la singular golfería de los implicados, demuestra que en este país se están alcanzando límites shakesperianos. Lo que no consiguieron todos los discursos prorrepublicanos juntos, lo ha conseguido este mixtificador salido del balonmano, que lo tuvo todo dejándose querer por una infanta de España, y que jamás tuvo bastante. La ciénaga en que este personaje ha sumido a la Monarquía española y, en especial, a su propia esposa, vino propiciado, todo hay que decirlo, por lo que vio, palpó y vivió al adentrarse en aquel mundo de ficción; un mundo en el que todo era posible, factible; un mundo de dádivas, de agasajos, de zalamerías, donde bastaba decir “quiero esto” para que eso se hiciera realidad. El mundo de la dádiva. Conste sin embargo que, para que existan urdangarines y duquesas se precisa la existencia de cortesanos, aduladores, turiferarios y hasta vulgares “pelotas”, que incluso se atreven a afirmar que la ley está hecha para su exclusivo provecho.
            Lo que va a tener que hacer, sin embargo, la Ley y sus íntimos servidores para liquidar este maldito imbroglio sin que los culpables pasen a rendir cuentas… Toda una obra de ingeniería jurista, porque aquí no vale el viejo dicho lampedusiano de “que todo cambie para que todo siga igual”.

                                              Juan Bravo Castillo. Domingo, 7 de abril de 2013    

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