JOSÉ LUIS SANPEDRO O LA EJEMPLARIDAD HASTA EN LA MUERTE




            Mientras la prensa zalamera y culiparda rendía honores de auténtico mito a la inglesa Margaret Thatcher, una de las personalidades más nefastas para Europa, precursora, junto a Reagan, de los desastres que hoy nos asolan, y con unos cuantos miles de muertos argentinos sobre su conciencia –de ahí acaso su declive final–, como consecuencia de una de las guerras más absurdas e inútiles del siglo XX, eclipsando incluso la desaparición de la gran Sara Montiel –“Sara, contigo se hunde España”, gritó un admirador al pie de su tumba, como si España no estuviera hundida ya de por sí–, fallecía, en el más absoluto anonimato el entrañable José Luis Sanpedro, ejemplo de heroísmo y de rebeldía. “Cuanto más mayor me hago –solía decir–, más rebelde me siento”.    
            Era la noche del pasado domingo día 7 de abril. Tenía 96 años, y cuando hablaba parecía un chaval. No debió de sentirse muy bien, porque, después de cenar, le pidió a su esposa Olga Lucas, compañera suya durante los últimos quince años, que le preparara un Campari. Se lo tomó tranquilamente, la miró y le dijo: “Ahora empiezo a sentirme mejor. Muchas gracias a todos”. Se durmió enseguida y, muy poco después, a la una y media de la madrugada fallecía tranquilamente. Una muerte casi literaria, desde luego muy distinta de la de Chávez, que al parecer gritaba y gritaba que no quería morir. Y es que, a diferencia de Chávez, Sanpedro había vivido intensamente. Fiel a sus designios, la familia lo incineró en la más estricta intimidad, arrojó sus cenizas al Tajo y sólo entonces se hizo pública su muerte. A José Luis, tal es la excusa que alegaron, le daban pavor las capillas ardientes de los ilustres.
            De la estirpe de Antonio Machado, Francisco Ayala o Caballero Bonald, José Luis Sanpedro fue uno de esos viejos ilustrados contagiados de un deje de escepticismo, lo que no le impedía participar del espíritu que alumbró Mayo del 68, su inconformismo, su lucha constante por cambiar, que decía Rimbaud, la vida, y de paso, sólo de paso, el mundo, preocupaciones que hacían latir cada vez con más fuerza su corazón cansado.
            Consagró sus últimos años a concienciar a cuantos se dejaban seducir por su verbo abundante de la gran mentira en que, por obra y gracia de la ingeniería financiera, se ha convertido el mundo, y lo decía desde su convencimiento pleno, como antiguo catedrático de Estructura Económica de la Universidad complutense, de cuál era su papel: “Hay dos tipos de economistas: los que trabajan para hacer más ricos a los ricos, y los que trabajamos para hacer menos pobres a los pobres”.
            Como Machado, Sanpedro ha partido ligero de equipaje, casi desnudo, y los que tanto nos identificamos con su mensaje de lucha e inconformismo, no podemos menos de emitir un grito de protesta, de cólera o de ira al comprobar cómo, sin ruidos ni alharacas, se van los mejores, los más puros y honestos, en tanto que permanece inmutable la vileza, la explotación y la vesania; cómo la bondad y la decencia desaparecen sin remedio, mientras la canallería, la necedad y la estulticia patean y repatean, se exhiben por doquier, gallean a su antojo y se erigen en modelo de una sociedad reblandecida.
            “No lloréis por mí, seguid luchando”, fue una de sus últimas frases. Pues bien, ninguna forma mejor de rendirle homenaje que releer ese hermoso retrato coral que es su gran novela Octubre, octubre; ver, aunque sea por sexta vez, la versión cinematográfica de su novela El río que nos lleva, la vieja historia de los gancheros que bajaban los pinos desde la Serranía de Cuenca hasta el Tajo como si fueran toros salvajes, que decía Raúl del Pozo, y, finalmente, revisar el interesante prólogo que escribió para la versión española del libro ¡Indignaos! del también fallecido Stéphane Hessel.

                                                Juan Bravo Castillo. Domingo, 14 de abril de 2013 

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