DIARIO DEL AÑO DEL DESASTRE (IV) HUIS CLOS

 Albacete quiere documentar la crisis del coronavirus (Albacete ...


  
    Han pasado cuatro semanas y sigue sin verse luz al otro lado del túnel por más que los  encargados de hacer frente a esta pandemia un día sí y otro también reiteren su cantinela optimista. La moral se resquebraja al ritmo del número de muertos, que están a punto de alcanzar los 17.000.
           En un mes de confinamiento ha habido tiempo de pensar: éramos la Ciudad Alegre y Confiada que decía Benavente; estábamos plenamente convencidos de que las epidemias eran cosa del pasado, cosa superada, y que, excepción hecha de un grupo de agoreros, “cenizos” y “gafes”, no había por qué preocuparse ni precaverse. Sí teníamos noticias de millonarios caprichosos que se habían construido junto a sus mansiones un refugio nuclear, por si las moscas. Pero la palabra “pandemia”, si seguía en el diccionario era por pura extravagancia, cual reliquia. Y es que está claro que en el mundo actual, salvo los judíos, que siguen teniendo en el desván su maletín con todo dispuesto por si tienen que salir de estampida, el resto de la población, sobre todo europeos, norteamericanos y japoneses, estábamos convencidos de vivir en el mejor de los mundos posibles, que decía Leibniz.
          Hemos estado tonteando casi dos años con un sistema parlamentario que no funcionaba porque, en España, la cultura del pacto se desconoce: aquí no hay Dios que dé su brazo a torcer mínimamente y no tenemos la menor noción de lo que es escuchar, al contrario, estamos convencidos de que el que más grita es el que tiene la razón, cuando la mayoría de las veces ocurre justamente lo contrario. Y ahora vemos cómo, igual que a Robinsón Crusoe, la cueva se le cae encima, y la alegría y la confianza se ha convertido en miedo cuando no pavor. Estábamos convencidos de que nuestro sistema sanitario era la panacea, hasta que de repente hemos comprobado en nuestras carnes que ni siquiera el Papa de Roma es infalible.
            Nos ha pillado la pandemia como un tsunami, sin apenas prevención y acudiendo todos en tropel a los hospitales, y el resultado está a la vista, pese a la heroicidad y tesón de los encargados de contener la avalancha que, sin apenas medios, han obrado milagros, contagiándose a menudo por esa misma falta de recursos. Lo que se ha vivido en los hospitales este último mes dará que hablar durante mucho tiempo, y no digamos lo vivido en esas residencias de ancianos, que parecían el súmmum de la modernidad, y a la hora de la verdad la mayoría de ellas han resultado un infierno. La de responsabilidades que hay que depurar.
            España, país de comisinionistas, vividores, burócratas y arrivistas; menos mal que siempre, como lo hemos visto decenas de veces en nuestra historia, tenemos un pueblo con mayúsculas, que no tiene que dejarse la barba para impresionar, y que en los momentos clave está ahí para sacar las castañas del fuego a los que hablan y hablan sin jamás ponerse de acuerdo. Es un mal endémico: mucho golpe de pecho y manos impolutas. Y lo digo esta noche de Viernes Santo en la que, de repente, me viene, más que nunca a las mientes, la “Saeta” de Machado, que podemos aplicar a los 1700 muertos que aguardan amontonados su cristiana sepultura, o a los que ahora mismo, mientras escribo con sangre estas líneas, están agonizando y muriendo solos y sin consuelo; muertos que mañana serán cifras, simples guarismos  que ni siquiera se pueden comparar a las iniciales de los enamorados grabadas sobre las cortezas de los olmos que bordean el Duero…
         Hemos tenido tiempo de pensar, y el que, por desgracia, aún vamos a tener, y lo que he pensado, sigue sin gustarme, porque aquí lo único que no cambia es la frase aplicada al Gran Capitán: “¡Oh Dios, que buen vasallo, si tuviera buen señor!...”

                                  Juan Bravo Castillo.  Domingo, 12 de abril de 2020







Es Viernes Santo

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