CORRUPCIÓN EN EL VATICANO


            Resulta terrible ver cómo el papa Francisco admite ya sin ambages que hay corrupción en el Vaticano, algo que se intuía, pero que no por ello llama menos la atención. Y si la confesión resulta ya de por sí contundente, todavía lo es más cuando añade que “él vive en paz”. Aseveración que no podemos tomar sino como una mera contradicción por cuanto que él, como máximo responsable de la institución, ha de estar de todo menos tranquilo de tener al diablo en casa.
            Estas aseveraciones, hechas el pasado jueves a los superiores de las órdenes y congregaciones de religiosos, y publicadas en parte por el diario Corriere della Sera, no hacen sino corroborar algo que se viene detectando en los últimos meses, y es una cierta fatiga y desencanto en este gran hombre que, lástima que no llegara al pontificado unos cuantos años antes.
            Existen, en efecto, en él signos evidentes de desmoralización –cierto que también Jesucristo los tuvo en la cruz–. Su valentía, que tantos adeptos le granjeó durante los primeros tiempos de su pontificado, hoy día parece resquebrajarse ante los embates de esa curia impermeable que no parece dispuesta a cejar en sus privilegios.
            Es duro comprobar que tienes al enemigo en tu propia casa, por más que él, sabedor acaso de ello, optara por vivir al margen, fiel a sus principios y a su fe. Pero extraña, desde luego, que pueda vivir en paz cuando es el máximo responsable de lo que pueda ocurrir en esa institución palaciega que gentes sin escrúpulos convirtieron en la casa de Dios.
            No se trata de exigirle que actúe como un nuevo Gran Inquisidor, pero sí que ponga en movimiento los mecanismos depuratorios para extirpar la corrupción que allí ha encontrado y que tanto perjudica a la Iglesia. Las perspectivas que abrieron el presidente Obama y el papa Francisco, que tanto nos recordaron las que, en su día, abrieron Juan XXIII y Kennedy, no pueden verse una vez más truncadas. Ya sé que no es lo mismo predicar que dar trigo, pero ¿tan difícil es enderezar los renglones torcidos de la Historia?
            Los que creímos ciegamente en Jorge Bergoglio, no podemos menos que abogar para que este hombre (que al fin y al cabo lo es) saque fuerzas de flaqueza y dé un paso al frente, ya no sólo depurando las malas hierbas (nos referimos, claro está, a esos Príncipes de la Iglesia que hace tiempo que olvidaron los preceptos básicos del cristianismo), sino también yendo un poco más adelante en las reformas que precisa la Iglesia (el problema de la pederastia, el celibato de los sacerdotes, el papel de la mujer, etc.). Todo ello sin olvidarse de condenar taxativamente, y hasta el extenuamiento, las continuas aberraciones e injusticias que aquejan al mundo, en especial el hecho de que el 10% de la población mundial posea el 90% de la riqueza del planeta.
            Todo antes de ceder ante quienes intentan doblegarlo. Sería chusco encontrarnos un día de estos con dos Papas jubilados recluidos en Castelgandolfo y un nuevo cónclave tratando de buscar un nuevo Pontífice más acomodaticio.
            Es posible, y así lo deseamos, que estemos ante un simple momento de desfallecimiento, un simple amago antes de tomar nuevo impulso. Ojalá sea así, porque lo que viene acaeciendo en el mundo en lo que va de siglo asusta a la par que exige de líderes voluntariosos e impregnados de buena voluntad que contrarresten los envites de los nuevos dictadores que, como en la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski, no dudarían en volver a crucificar al nazareno antes incluso de los 33 años.  
               Juan Bravo Castillo. Lunes, 13 de febrero de 2017


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