SENTIR DOLOR



            Los bárbaros llegaron un día a la Tierra desde el Infierno y aquí se instalaron entre nosotros, y aquí siguen, prestos a actuar en cuanto encuentran la menor coyuntura, siempre, paradójicamente, en nombre de un dios lejano, que muy bien pudiera ser Luzbel, que no se resigna.
            No hay semana en que los bárbaros no asesten su zarpazo mortal en alguna parte del mundo provocando dolor a mansalva en nombre de su peculiar sentido de la justicia, sin reparar en medios. Lo que les importa es la cantidad y el ruido que puedan provocar.
          El último, hasta hoy y toquemos madera, es la matanza talibán provocada por un grupo de fanáticos el pasado martes 16 de diciembre en una escuela gestionada por el Ejército en la ciudad de Peshawar, en el noroeste de Pakistán. El saldo, espeluznante, 141 personas, entre ellas nada menos que 132 niños, criaturas que estaban allí para aprender, que empezaban a abrir los ojos al mundo, y que los asaltantes borraron a balazos con la vulgar y miserable excusa, según el portavoz talibán Muhamad Umar Jorasani, de que tenían que vengar a sus familias y mujeres. Ya se sabe, el ojo por ojo, el rayo que no cesa, y, para ello, nada mejor que provocar dolor: “Queremos que sientan dolor”. (Los etarras, más finos, hablaban de “socializar el dolor” para así ganar su particular guerra.)
            Éstos, que en nombre de su dios, llámese Alá, llámese como se quiera, se arrogan el derecho de asesinar a mansalva criaturas inocentes en nombre de una ideología o de una religión, son la hez de la tierra, gentes perdidas para la vida, tanto más cuanto que están siempre dispuestos, como es el caso aquí, a una presta inmolación, esperando la consabida recompensa en el Jardín del Edén.
            Es como si, a medida que nos adentráramos en ese tremendo polvorín en que se ha convertido el mundo islámico, sólo hubiera lugar para el lamento. “No hay palabras para calificar este atentado abjecto”, dice François Hollande. “Nuestras oraciones están con las víctimas del atroz ataque”, sentencia Barack Obama. Y así, el que más y el que menos suelta su frasecita condenatoria y sigue como si nada. Provocar dolor, socializar el dolor, aumentar el dolor: ésta parece ser la consigna que como rastro de pólvora se va extendiendo por el mundo, sea o no Navidad, sea o  no Año Nuevo. 
       Y lo peor es que incluso estos brutales atentados con centenares de víctimas no dejan, en Occidente, de ser eso, una noticia luctuosa, como si la distancia y el hecho de producirse en países ajenos a la Vieja Europa, aminoraran su efecto en nuestros oídos y en nuestras retinas. “Me he saciado de horrores”, decía Macbeth. ¿Y quién no? Sentados ante nuestros televisores asistimos impasibles día a día a la degradación de la especie. ¿Y qué puedo yo hacer? Se pregunta uno. Muchos optan por mirar hacia otro lado, convencidos de que eso no va con ellos. Los más nos amargamos. Un niño inocente asesinado, para Camus, pone en tenguerengue el equilibrio del mundo, lo socava. El terrorismo: la bomba atómica de los pobres, que decía Sartre, hace tiempo que sobrepasó todos los niveles de la maldad humana, haciendo bueno incluso al propio Lucifer. Aquí, como en casi todo, uno tira la piedra y esconde la mano, y al final el que paga es el niño de los recados. ¿Hasta cuándo?

                                     Juan Bravo Castillo. Lunes, 22 de diciembre de 2014

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