LA MUERTE DE UN POETA
Sabíamos de su grave enfermedad, que
por primera vez después de muchos años le impidió presidir hace tres semanas el
jurado del premio de poesía Barcarola,
pero eso no ha sido óbice para que el pasado jueves sintiéramos, nada más
levantarnos, el duro zarpazo de la noticia de su muerte. Siempre cabía la
esperanza y a ella nos aferrábamos, hasta que los teletipos, fríos e inexorables,
pregonaron a los cuatro vientos que Félix Grande, ese gran hombre, el nieto del
abuelo “Palanca”, nuestro amigo, había dejado de existir, dejando el mundo de
la poesía y el mundo de la amistad huérfanos.
¡Quién nos iba a decir hace dos
años, cuando tuvo la deferencia de presidir la entrega de los premios de poesía
y narrativa Barcarola en el salón de
plenos del antiguo Ayuntamiento, que aquel acto, en compañía de su esposa,
Francisca Aguirre, como él Premio Nacional de Poesía, iba a ser el último! Nos
habíamos acostumbrado a contar con su presencia y protección en actos en los
que había que dar el do de pecho: en el carmen de la Victoria de Granada, en el
Ateneo de Madrid, el día en que presentamos el número consagrado a Miguel
Hernández, en la Biblioteca del Alcázar de Toledo. Tenerlo a él y a Luis
Alberto de Cuenca nos daba tranquilidad y frescura de ideas.
Y es que Félix Grande no sólo era
una persona excepcional, un ser magnético, un gran amigo de sus amigos y un
hombre incapaz de odiar. Félix Grande no sólo era, como Rousseau o como
Tolstói, un ser que supo hacerse a sí mismo. Félix Grande no sólo era un ser de
una cultura excepcional y un orador que imantaba. Félix Grande no sólo era
uno de los grandes símbolos de la
cultura hispánica, amigo de Cortázar, Onetti, Borges y Sabato. Félix fue una
figura clave de la poesía española de la posguerra, entre Vallejo y Machado,
una figura clave que sirvió de puente entre la poesía social de Hierro, Gil de
Biedma, Claudio Rodríguez y los novísimos, sin jamás renunciar al clasicismo.
Libros como Las piedras, galardonado
con el premio Adonais, en 1966, o Las
rubaiyatas de Horacio Martín, coronado con el Premio Nacional de Poesía, en
1978, y sus dos últimos poemarios, Biografia y Libro de familia, aparecidos hace tan sólo tres años, están por derecho propio en la historia
de la literatura española.
Y, junto al poeta, el crítico
literario –autor de uno de los mejores ensayos sobre literatura
hispanoamericana titulado Diez escritores
y un dios, o de ese hermoso libro imprescindible para conocer la verdad del
caso Lorca, titulado La calumnia–, el
flamencólogo, aliento de su alma –que le moviera a escribir Memoria del flamenco, con el que
consiguió, en 1980, el Premio Nacional de Flamencología–, y el memorialista,
con ese otro impresionante libro, La
balada del abuelo Palanca, sin duda la mejor autobiografía escrita por un
castellano-manchego (de adopción), junto a la tan celebrada Infancia y corrupciones de Antonio
Martínez Sarrión.
Me cuentan que, consciente de que su
vida se acababa, pidió unos días de asueto a los médicos que lo atendían, antes
de someterse a los cuidados paliativos, con el fin de concluir un libro en el
que había venido trabajando estos últimos meses. La vocación y la
profesionalidad ante todo. Hoy, con el enorme dolor y el insoportable
sentimiento de abandono en el alma, sus compañeros de Barcarola no pueden menos de lamentar que el mejor poeta de su
generación haya fallecido sin obtener el Premio Cervantes que todos augurábamos
cercano, cuando no inminente. Descansa en paz, Félix, seguro de que Albacete y
tus amigos de esta ciudad te echarán de menos, tú, que eras un habitual en sus
calles, en sus plazas y en sus foros. Dentro de unos días, en la entrega de
premios de este año, más calmados, te rendiremos el homenaje que mereces.
Domingo, 2 de febrero de 2014
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